Tideland

Crítica

Julio Vallejo

Terry Gilliam es quizá el director con marchamo de autor que se acerca más al universo freak. Sus películas, donde se dan cita la fantasía, el aire inequívocamente bizarro y un humor con cierta tendencia a lo grotesco, resultan únicas y tan equidistantes del cine comercial al uso como de esas películas intelectuales que consumen habitualmente los cinéfilos más exquisitos.

"Tideland", el último largometraje del ex Monthy Pyton por estas tierras, demuestra desde los primeros planos que es una obra que denota claramente la autoría de su realizador. El gusto por los freaks, la eterna dicotomía entre realidad y ficción, o ese aire de perverso cuento infantil que inundan todos sus trabajos nos muestran ante quien nos encontramos. Las aventuras de una niña que, tras la muerte de sus padres drogadictos, decide montarse su propio mundo en la casa que perteneciera a su abuela tienen los suficientes elementos para ser un producto típico de Gilliam.

Cabezas de muñecas que hablan, deficientes con ganas de marcha sexual y trastornos varios pueblan un filme que puede enervar a más de uno. En este caso, y a diferencia de clásicos como "Brazil" o "El rey pescador", los tics del realizador son su mayor rémora y convierten al filme en una experiencia sumamente desagradable, aburrida y pretenciosa cuyo mayor objetivo es poner a prueba los nervios del espectador. En definitiva, una película sólo recomendable para fans irredentos del creador de "Miedo y asco en Las Vegas".

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