Buenos días, noche

Crítica

Diego Salgado

Nuestro peculiar ecosistema cultural nos permite saberlo todo sobre ese simpático actorcillo que desde Sunset Boulevard nos vende su última comedieta descerebrada, o sobre aquel exótico cineasta centroafricano que nos deslumbra con su estilo naif.

Sin embargo del cine europeo actual, que nos ofrece reflexiones acerca de nuestra propia realidad y al que deberíamos estar atentos en virtud de ese europeísmo con que se nos lava el cerebro a la hora de votar constituciones, lo desconocemos casi todo. Marco Bellocchio por ejemplo, que en Italia es una institución cinematográfica gracias a películas críticas y hasta militantes como "Las manos en los bolsillos" (1966), "Noticia de una violación en primera página" (1973), "El diablo en el cuerpo" (1986) o "El príncipe de Homburg" (1997) ha estrenado en España poco, mal y tarde.

Su último filme, "Buenos días, noche", es un encargo de la RAI que Bellocchio aceptó en 2003. Cuenta el secuestro y posterior asesinato en 1978 del ex primer ministro Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas, un grupo terrorista de extrema izquierda que temía que la integración de los comunistas en la política italiana desvirtuase el sentido de su lucha armada.

Bellocchio aborda el tema desde un punto de vista dramático e intimista. No excluye lo político: ridiculiza con breves pinceladas a los terroristas -revolucionarios que se santiguan antes de cenar y disfrutan con la televisión basura-, y delata la frialdad y corporativismo de los poderes establecidos, beneficiados últimos del secuestro. Pero su intención principal es la de reflejar el embrutecimiento que las doctrinas ejercen sobre nuestro sentido subjetivo de la realidad.

Así, a Chiara (Maya Sansa), una de las terroristas, le costará dejar de considerar a Moro (Roberto Herlitzka) un símbolo de la opresión pequeñoburguesa y pasar a verlo como un ser humano que sufre. La acción se desarrolla casi en su totalidad en el interior del apartamento que cobija a Moro y sus secuestradores, y a través de los ojos de Chiara. Suyas son las ensoñaciones, las pesadillas, la rabia y la impotencia ante el rumbo inexorable de los acontecimientos, y Bellocchio se sitúa a su lado, confiriendo a la imagen una asfixiante intensidad y cierta cualidad poética que anula cualquier excusa ideológica y deja en evidencia lo absurdo del acto violento.

En cierta manera, Bellocchio intenta comprender una época que él mismo vivió como radical y en la que, según afirma, "había una especie de coherencia peligrosa entre el pensamiento de cambiar el mundo y el de coger un arma y matar". Treinta años después ha tenido el valor de mirar hacia atrás sin justificar ni justificarse, y de atreverse incluso a identificar a Aldo Moro con su padre, a quien dedica la película. Un peculiar exorcismo, y una obra tan singular y revulsiva como su anterior "La sonrisa de mi madre".

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